Cuando escavamos en los años 80 una de las casas de Siyasa me llamó mucho la atención que en una de sus paredes apareciera expuesta una mano de Fátima, justo a su entrada, una vez superado el zaguán, pues era un hábito en la sociedad islámica que no se pudiera ver nada desde el exterior, buscando la intimidad del hogar.
En el mundo árabe se utiliza como talismán para protegerse de la desgracia en general y del mal de ojo en particular. Esta mano es un amuleto, normalmente un colgante, que protege del mal deteniéndolo con la palma de la mano, previene las enfermedades y atrae la buena suerte. La Mano de Fátima es un símbolo en forma de mano popular hoy, como decía, en todo el Oriente Próximo y en África del Norte. Su significado está relacionado con la supuesta protección que proporciona por lo que es utilizado comúnmente como defensa, principalmente por judíos y musulmanes. Su existencia se encuentra documentada desde la antigüedad, habiéndose conjeturado que sus orígenes se encuentran en el Antiguo Egipto, o en Cartago, asociado con la diosa Tanit, la más importante de la mitología cartaginesa.
Hoy sigue siendo un amuleto muy utilizado aunque quien lo lleva generalmente desconoce su origen y su significado.
Aunque todavía hoy sigue en pie la creencia en la posibilidad del mal de ojo, una antigua creencia como vemos, fundamentada en la fascinación o poder para ocasionar beneficios o perjuicios, amparando una energía negativa que debe se contemplada como la expresión inmediata del mal que junto al bien anida en su alma, en que caben odios, celos, fobias, egoísmos, envidias, rencores, y que puede llegar a manifestarse.
Decía Francisco Javier Flores Arroyuelo, de quien tomo esta explicación, que desde que el hombre es hombre fue capaz de reflexionar sobre las fuerzas espirituales que poseía y que conformaban el aura vital que su cuerpo desprendía, aceptó con naturalidad que su mirada voluntaria o involuntariamente constituía una especie de fulgor que podía ser dirigido hacia otras personas o animales para procurarles una serie de bienes pero también ocasionarles numerosos males e inconvenientes.
Durante siglos y hasta nuestros días, en toda España, tanto en los ámbitos rurales como en los urbanos, se ha creído en la existencia del mal de ojo y de modo paralelo se han ingeniado los medios más dispares e increíbles para establecer una barrera con que hacerle frente.
Según esta creencia generalizada los síntomas más comunes que indican que una persona está aojada son los siguientes: mirada turbada y generalmente gacha, fuertes dolores de cabeza, falta de fuerza, amodorramiento, malestar general, tristeza o inapetencia.
Existen muchos remedios para prevenir ser víctima del mal de ojo. Sería imposible nombrarlos todos, pero los remedios más llamativos entre los más usuales serían: tener clavada en la puerta de la casa o llevar en el vehículo habitual una herradura, llevar encima unos gramos de sal, poseer alguna piedra preciosa que sirva de amuleto, escupir tres veces seguidas frente a una persona de la que se dice que aoja involuntariamente, llevar una cuerda o un pañuelo con nudos, remedios que tendrían la misma utilidad que la mano de Fátima de la casa de Siyasa.
El remedio más común una vez que se tiene el mal de ojo, dado que se dice que los médicos no saben curarlo al ser un fenómeno al margen de la ciencia, es el practicado por numerosos curanderos que consiste en tomar la mano izquierda del aojado tras haberse santiguado y dejar caer sobre el dedo corazón nueve o veintisiete gotas de aceite que se agregarán al agua depositada en un plato o taza mientras se recita:
Si te han tomado de ojo por la mañana
que te lo quite la abuela santa Ana;
si te lo han tomado de ojo al mediodía
que te lo quite la Virgen María;
si te lo han tomado por la noche
que te lo quite el glorioso san Roque.
Tras esta letanía si aceite y agua se separan, la persona está efectivamente aojada. Para finalizar, se ha de trazar una cruz con sal sobre el agua y arrojarla sobre un muro.
Esta superstición popular se mantiene viva en pleno siglo XXI, a pesar del empeño de los ilustrados en potenciar la educación como modo de acabar con las supersticiones y las falsas creencias.