Sobre los límites de la Soberanía Popular, antes y ahora

Tras la sustitución en 1823 de los regidores liberales ciezanos por realistas, estos manifestaron no reconocer el absurdo principio de que el pueblo es árbitro en variar las formas de los gobiernos establecidos”, en referencia a la instauración en España de una Constitución. Después el Comisionado regio derribó la lápida constitucional, símbolo de la libertad durante ese período, sustituida por un retrato de Fernando VII que colocaron en el edificio municipal ciezano.

Este hecho se produjo en relación con la segunda invasión francesa de la Península, que tuvo lugar en 1823 con el objetivo contrario que la primera, la relacionada con la conocida como Guerra de la Independencia, pues en esta fecha pretendían acabar con la experiencia liberal desarrollada en España en los tres años anteriores. Tras el ejército francés, conocido de modo popular como los Cien Mil Hijos de San Luis, que tuvo una respuesta militar débil por parte del ejército español por la deserción de alguno de los generales españoles, iban los realistas.

La ocupación por parte de los realistas no era completa durante el verano de ese año, pues una vez que el ejército francés entraba en los distintos pueblos, estos quedaban bajo un control difuso de las bandas de realistas que iban de uno a otro sin una ocupación efectiva pero sin que quedara ninguna oposición en ellos, por lo que podían volver en cualquier momento. Un de estas partidas, compuesta por 60 infantes y 5 caballos, actuaba por la Vega Baja del Segura en esos días y ocupó Torrevieja el día 9 de julio.

Los realistas, vencedores gracias al ejército francés, pues habían sido incapaces de vencer por sí mismos a los liberales en una cruenta guerra civil, se consideraban a sí mismos como “españoles legítimos”, en oposición a quienes habían provocado “la ruina de la Patria”, y a quienes por tanto consideraban como españoles ilegítimos. El general realista valenciano Rafael Sempere, quien expresó los términos anteriores, llegó a enorgullecerse de haber contribuido con los aliados franceses “a sacudir el yugo que los tenía enajenados de sus antiguas leyes y de su legítima religión”, tras liquidar la obra de los constitucionales.

Para ellos, el rey debía gobernar sin más restricciones que su propia real voluntad, una voluntad que tenía el valor de norma jurídica.

Su concepción de “su legítima religión”, como expresaba Sempere, era de carácter tan intransigente que rechazaba principios como la libertad individual, la igualdad ante la ley, la libertad de imprenta y la soberanía nacional, considerados como contrarios tanto a la Religión Católica como a las leyes tradicionales de España, y por ello intolerables.

Estos hechos y estas declaraciones se sucedieron en España hace justo dos siglos, por lo que me sorprendió encontrar un artículo periodístico que leí hace dos días en el diario El País, con el llamativo título de “El nuevo núcleo dirigente convierte a Vox en un partido ultracatólico y preconciliar”.

El periodista autor del artículo relataba que Buxadé, vicepresidente político de esa organización política, entiende por cristiandad un régimen autocrático en el que la soberanía popular tiene “como límites la ley natural, las costumbres o la tradición”. Por lo visto, el político criticó “la explosión brutal derechos subjetivos”, negando con ello algunos de los derechos extendidos en las últimas décadas, afirmando además que “la libertad religiosa no puede entenderse como libertad de religión”.

Para el número dos de Vox el sistema democrático solo sirve si avala esas ideas, pues “cuando la democracia es la sustancia y no la forma, el principio de la mayoría se presenta como pura imposición de fuerza”, añadiendo después una completa impugnación de la democracia: “es necesario dotar de contenido sustantivo a la democracia y ese contenido no puede venir dado por la mayoría, sino por algo previo, preexistente y superior”.

Los lectores habrán advertido la similitud de los discursos de los realistas hace doscientos años y los pronunciados por políticos actuales hace dos días, como si volviéramos a un tiempo que creíamos superado por dos siglos de evolución política. No ha sido así por lo que parece.

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